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miércoles, 20 de febrero de 2008

Cesar Sención Pone a Circular Libro

Mi casa de antes.

Entretenida, ligera, graciosa y desenfadada es la narrativa que el autor ha elegido para hablar de la azarosa y desdichada vida de Ramoncillo en Mi casa de antes.


Este título, aparentemente sin importancia, la va adquiriendo conforme se avanza en la lectura, hasta ser de orden medular.
Este personaje es la metáfora con que César Sención desea dejar testimonio de la indefención de un pueblo ante un bipartidismo insaciable, ante una élite que se ha quedado con los bienes de millones, y de la picardía que puede acudir a la vida de cualquiera como única forma de ser lo que no se quiere ser pero que sirve para sobrevivir. Finalmente, plantea el autor, hay la posibilidad de hacer algo desde el poder... desde algún claro que deje alguno de los marrulleros de turno.


FRAGMENTO:1


Mi nombre tendría que haber sido Enriquillo, por haber nacido cerca del lago que lleva el nombre de este cacique ejemplar y por estar cerca de mi pueblo natal una estatua erigida en su honor, en el valle de Neiba, entre la sierra del mismo nombre y la sierra Bahoruco. Pero quiso la dicha que mi madre me trajera al mundo el día en que nació uno de los padres de la patria, conocido popularmente como Ramón Matías, y que en la pila bautismal finalmente recibiera yo el nombre de Ramoncito.
Mi acta de nacimiento dice que vi la luz del mundo el 25 de febrero de 1970.
Juzgando por lo que dice la gente y lo que testifica mi abuela, mi edad concuerda con ese documento, pero en lo que no estoy de acuerdo es en afirmar que ese día haya visto la luz, porque desde que tengo uso de razón una gran sombra arropó mi memoria e hizo mi existencia tan lúgubre como ninguna persona haya podido soportar; tanto que quebró mi inteligencia.
Mis padres, felices por mi nacimiento, me preparaban cada año una fiestecita de cumpleaños.
Mi fiesta, si se puede llamar así, porque era más de mis padres que mía, contaba con muchos chambelanes, bailarinas y hasta un guitarrista francés que sabía tocar la bachata. Se celebraba con tal derroche que ningún evento de nivel presidencial se le hubiera podido igualar.
Los invitados de siempre comían y bebían de todo como si fuera el fin de mundo, queriendo saciar sus apetencias ancestrales los mal comidos, mientras que los que presumían de refinamiento, ya embriagados, perdían el acento y el linaje.
También en Navidad se veía el mismo derroche.
La única diferencia era que la comida se servía a última hora, y ya nadie probaba el exquisito pavo porque o se tenían que acostar temprano (en ese grupo estaba yo incluido), o ya se habían llenado al ver tanta comida, o simplemente (los menos) porque la embriaguez se los impedía.
Al día siguiente se podía apreciar el lamentable desperdicio.
Por ser mi comportamiento tan diferente del de mis padres, que estaban hechos sólo para la dicha, para presumir y hasta alardear de su bienestar; que eran tal para cual, siempre secundando el uno al otro en todo lo dicho y lo hecho, fuera verdad o mentira, fui prácticamente abandonado al amparo de las cosas materiales, y luego desechado y desheredado cada vez más, de una manera sumamente decente y discreta.
Primero empezaron a delegar en mi abuela materna las funciones que a ellos les competían, y ella, que inconscientemente era dueña de un gran amor hacia mí, las admitía sin jamás decir una palabra.
Después quedé definitivamente bajo su cuidado, con la salvedad de que los fines de semana sí podía yo visitarlos o recibir su visita en casa, que se encontraba a unas cuantas cuadras.
Cierto día de mi cumpleaños en que mis padres hicieron la tan acostumbrada fiestecita, a mitad de la función yo debía pronunciar la palabra de honor, y sobre todo dar las gracias a Dios, a mis padres y a un sinnúmero de invitados cuyo nombre tenía anotado en una lista.
Primero debía reconocer todo el esfuerzo que mis padres habían hecho por mí, incluso llorar al recordar que nada me había hecho falta en la vida, y compararme con el hijo de ma’ Chepa, si era necesario, para que existiera un punto de referencia patente y conciso.
Luego hasta debía bailar un vals con mi madre, y minutos después cederle a mi padre el honor. Yo, que nunca había dado un paso, necesitaba hacer un esfuerzo sobrehumano para lograrlo. Llegado el momento, la verdad es que ni siquiera la voz me salía.
De tanto intentarlo, sólo alcancé a articular un chillido, seguido de un gruñido con el que logré dar gracias a Dios, y nada más. Por todos lados se oían voces: “Tienes que leer el papel”, “Más alto”, “No se oye”, pero nada lograba sacarme de mi perplejidad. Entonces fui presa de un ataque de histeria.
La furia me ofuscó la visión, se me aflojaron las piernas, y caí ciego, de rodillas, al piso. Rápidamente fui llevado a mi habitación, luego de lo cual la fiesta continuó su delicado ritmo, porque, como he dicho, no estaba reservada para mí.
Sólo encontré alivio más tarde, cuando frente a mi grupo de amigos pude desquitarme haciendo comentarios para ridiculizar a mis otros amiguitos, aquellos que, sin echarme de menos, seguían en la fiesta gozando, junto con sus arrogantes padres, del derroche y la comilona.
No paraba de hablar.
Pero cuando me preguntaron por qué no los había invitado, me quedé mudo. No me atrevía a decirles, por parecerme impronunciable, que la única razón era su pobreza.Cuando todo acabó, como por arte de magia dejé de sentirme tan mal conmigo mismo. Reflexioné y saqué la conclusión de que lo mejor que me pudo haber pasado fue lo de aquella noche en que nunca supe si no tuve valor para hablar o no pude o quise hacerlo.
Será porque no quería decir cosas que no sentía.
Sé que mis problemas de aprendizaje empezaron más o menos a la edad de cuatro años. Mis recuerdos de infancia son bastante borrosos; sin embargo, en los pocos que tengo me veo con dificultades para dilucidar una idea completa.
O empezaba siempre por el final, o sólo podía explicar la mitad de la misma.
Por lo regular debía alguien ayudarme a hacerme entender.
Mi abuela, que me conocía bien, siempre sacó sus propias conclusiones, así que la mayoría de veces ese alguien era ella. Por tanto, fue la primera en favorecer mi aprendizaje.Pero mi condición empeoraba con el pasar de los años.
En las observaciones sobre mi desarrollo siempre se asentaban cosas como “Niño incapaz, sin ingenio ni motivación”, “Sin aspiraciones; muy poco ambicioso”.
Mi abuela, que sabía lo que significaba todo aquello, me alejaba lo más que podía de los comentarios dañinos. “No tienen que tildarlo de nada. Todavía es un angelito inocente…”, decía. “El tiempo dirá si es cierto lo que se dice de él.
Yo apuesto que no en así”, decía muy eufórica siempre que alguien me jugaba una broma, sin importarle quién fuese. Sus familiares le temían y la respetaban por ser la mayor. Y no sólo por eso sino porque, a muy temprana edad, terminó criándolos por ser su madre (mi bisabuela) muy enfermiza. Ante su gravedad constante, lo único que funcionaba de esa mujer era su vientre, y lo usaba para lo único que da provecho: tener hijos por montones y producir cáncer.
Así que, a mediados de siglo, se hizo cargo de sus dieciséis hermanos y sus ocho primos, que primero llegaban para jugar, y luego, al ver que se comía siempre y bueno, se empezaron a acomodar como pudieron.Llegaron como ave en busca de comida y refugio, como perro fiel en busca, además, de tranquilidad y un buen amo, porque en casa de mi abuela reinaba la paz. Por eso yo también me refugié allí; más que nada por el afecto que ella me daba.En casa de mis padres abundaba todo lo contrario de lo que yo necesitaba.
Podía ser cualquier hora del día, cualquier día de la semana, cualquier semana del mes o cualquier mes del año: siempre había visitas. Mi madre, muy atenta, se encargaba de preparar la mesa, siempre repleta de manjares, mientras mi padre se apostaba en la terraza a tomar todo tipo de bebida acompañado de los aduladores de siempre, que preferían el whisky a la champaña, o el coñac al ron.
Claro, cuando es de gratis. Para eso era necesario recordarle sus días de juventud y los años que estuvo en el Ejército, pues, como en el caso de El coronel no tiene quien le escriba, se había pensionado desde hacía mucho tiempo, incluso antes de tener yo uso de razón, pero por meterse en la revuelta equivocada, salió por conspiración. “A destiempo”, decía él.
“La patria y el gobierno me requerirán pronto”, cosa que sabía yo, sin que nadie me lo dijese, que no sucedería nunca.Yo siempre buscaba la forma de escabullirme, porque sabía que molestarme era otro de sus cometidos, aparte de beberse el pequeño bar de mi padre.
Cuando lograban verme, se acercaban a mí con insistente ironía, y junto a mi padre decían uno de los halagos serviles con que querían ganar adeptos: “Mírelo bien, comandante, es el retrato suyo.
Tal parece que usted lo iba a negar”. Con disfrazada modestia, contestaba mi madre: “Ése va a ser mucho más galán que yo”.
“Tiene a quién salir”, completaba otro, no muy convencido. Tanto mi padre como sus amigos querían que me viese en el futuro como un pupilo de sus frustraciones. Pero si algo aprendí de allí y rápidamente odié fue el servilismo vil que abunda en la milicia dominicana, al igual que en mi casa. Perdón: en la casa de mis padres.
Mi fiesta de cumpleaños fue perdiendo entusiasmo tanto para mí como para mis padres.
Ellos, al ver mi dejadez, para forzar la situación empezaron a inventarse coincidencias festivas: su boda, su compromiso, el primer beso que rebosantes de amor se dieron, y la bella tarde en que la casualidad obró para que se co¬nocieran.
No creo que haya sido invento sólo de mi madre, porque no es capaz de albergar tanta bellaquería. Tuvo que haber intervenido una mente prodigiosa, maquinadora y maligna como la de mi padre.
“Ramoncito, mi querido y obediente hijo así me llamaba, con toda la dulzura de la que era capaz, cuando se proponía conseguir algo de mí, como una forma de enmendar el error o de agradar más de la cuenta, debes sentirte el niño más dichoso del mundo, ya que de no haber existido este amor que sentimos por ti, seguro que estarías recluido en un internado o pasando hambre y frío en la calle. Pero te tenemos aquí aun sabiendo que serás un bueno para nada. Ya no importa. Deja esa cara y ven aquí, a rascarle la espalda a tu madre.”
Debo admitir que éstos son los mejores recuerdos que conservo de casa. Siempre quise que se me tuviera el respeto que se le tiene en todo el mundo a los patricios.
Pensé que habiendo nacido el mismo día que aquel prócer dominicano habría algo escrito en mi destino. Pero nunca pude conseguirlo, por más que me lo propuse.

Mapa Provincial

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Asi esta Divida Nuestra provincia